Desde sus comienzos, la fotografía no creció unida a unos orígenes míticos, a diferencia de la pintura o de la música, que desde siempre habían estado unidas a los diferentes géneros simbólicos y poéticos de la cultura universal.[1] Esta orfandad de la fotografía sucedía a pesar de sus implícitos parentescos formales con diferentes entidades mitológicas y relatos clásicos, entre ellos el del espejo de Narciso y el del relato de Orfeo, cuyas miradas incontrolables de héroe se perdían inevitablemente, una en el mismo reflejo del cristal del agua, y la otra en el rostro inerte y velado de Eurídice abrasada por la luz.
Sea como fuere, la fotografía nació con una impronta de invención técnica que le imponía un aire involuntario, artificioso, temporal, de mínima esencialidad, sometido a una imagen anacrónica, si seguimos la famosa categoría del filósofo Didi-Huberman.[2]
Tal articiosidad de la fotografía, inaugurada por la emergencia del ser humano moderno, parecería en principio opuesta a la confiada armonía de otras artes, fundadas en la cultura ancestral y más genuina de la humanidad. No obstante, aquella anacronía fotográfica inauguraba la transformación de la imagen única tradicional en una rica imagen múltiple, y, asimismo, abría un recorte de los extendidos tiempos de representación del pasado en una moderna y aparente presentación de la «instantaneidad».
En aquella «instantaneidad» surgía una visión que mostraba lo imperceptible que siempre se había escapado del estilo pictórico académico, y que aportaba una nueva manera de mirar con ayuda de la técnica. La anacronía de la imagen fotográfica planteaba como reto, por tanto, la posibilidad de aceptar un nuevo umbral de esencialidad en la imagen múltiple, una dimensión del tiempo más compleja, e invitaba a valorar el arco de posibilidad y el tipo de verdad que podían residir en ese tratamiento de la instantaneidad. Un reto, por supuesto, sometido a grandes dificultades, pero no ajeno a la también ancestral anatomía del ojo, del cerebro y de la visión del ser humano, enfrentadas desde siempre a las dicotomías de la sombra y de la cámara oscura, del espejo y de la luz. La fotografía volvía a poner de manifiesto la anacronía que reside por completo en la más íntima profundidad de cualquier manifestación artística, en la dualidad de todo mito, más allá de su domesticación.
De todas formas, antes de poder aceptar y habitar la anacronía fotográfica, la historia quiso paliar aquella orfandad de la imagen técnica ofreciéndole la cura en un proceso histórico, dependiente del arte de la pintura, como si la fotografía necesitara impregnarse de una progenitora suya nacida de la estirpe natural de la cultura, pero normalizada ya con cánones, tradiciones y grandes instituciones. Tal proceso de adopción se observa sin duda en las dos tendencias propias de la fotografía primitiva, la fotografía de paisaje y la fotografía de retrato,[3] aunque sea sobre todo en este último, como gran género, donde posiblemente se diera la más importante y larga «búsqueda de progenitor» de la fotografía: el retrato fotográfico fue extremadamente resistente por ello a gran parte de los procesos de vanguardia, que no obstante sí afectaron, con claridad, y ayudaron a su evolución, a la fotografía de paisaje y sus correspondientes evoluciones e innovaciones.
La fotografía desplazó pronto (hacia la pose) el retrato improvisado del natural, y halló en la nueva rememoración aristocrático-burguesa el paralelo de la solemnidad aristocrática del retrato pictórico. Los primeros retratos fotográficos se llevaron a cabo en daguerrotipos (aunque los primeros daguerrotipos, como los realizados por Daguerre en Francia o en Barcelona por Ramon Alabern,[4] fueran a su vez escenas paisajísticas).
Es muy posible que la propia limitación técnica de los comienzos obligara a fotografiar de esa manera la imprevisible, compleja y rápida expresión del rostro humano, infinitamente más difícil de estabilizar artísticamente que un paisaje. El retrato en daguerrotipo mantuvo desde el comienzo una fuerte vinculación con el retrato pictórico tradicional y con un sentido «clásico» de inmortalidad. Aquellos retratos al daguerrotipo ilustraban, sin duda, un momento esencial de la vida de los retratados, un sentido personal y familiar, pero este se orientaba al origen único y universal de la estirpe, y solo superaría el ídolo y la pose (para alcanzar la belleza anacrónica de la fotografía) más tarde, con la espontaneidad de los nuevos usos fotográficos y una más rotunda cotidianidad.
Sería necesaria la revolución moderna del concepto de memoria. El fenómeno debía esperar tiempo, nuevas técnicas y nuevos cambios sociales, para dar el paso, desde la obra del retratista profesional del siglo XIX a la fusión de la fotografía de estudio, la artística y la amateur. Y todo ello fue conducido por la expansión de los estudios y el nacimiento de la fotografía instantánea y portátil, concretada definitivamente en el curso de la primera mitad del siglo xx.
Estudios del siglo XIX
En principio, la mayoría de los primeros daguerrotipistas fueron ambulantes y procedían de distintas profesiones como la peluquería, la traducción o el ejército, además del arte… Aquellos pioneros vivían de un negocio itinerante y alquilaban un patio o una terraza para aprovechar la luz natural; y al cabo de un tiempo cambiaban de ubicación. Aquellos estudios semejaban invernaderos, y estaban situados en patios o terrazas cubiertos con telas para tamizar la luz. El estudio individualizado era la mejor opción de los pioneros del oficio, aunque algunos de los más célebres, como los estudios Napoleon de Barcelona, llegaran a crecer de manera espectacular.
A partir de 1840, los establecimientos pioneros en la técnica del daguerrotipo comenzaron a proliferar y a orientarse fundamentalmente al retrato. En poco más de veinte años, París contaba ya con más de 400 estudios fotográficos, Londres disponía casi de 300 y Nueva York acogía un centenar de locales dedicados a la fotografía.[5] En Barcelona, los primeros estudios fotográficos, unos treinta, se agruparon en el corazón de la ciudad, entre las céntricas Ramblas, la plaza Catalunya y la calle Pelai. La afición al retrato en daguerrotipo se difundió hasta tal punto que, entre quienes podían, no había quien rechazase «ver reproducida en el cristal su vulgar efigie».[6] No obstante, en la segunda mitad del siglo XIX, la clientela habitual de los estudios de fotografía era acomodada, y desde la década de 1850 fue habitual además que los fotógrafos alquilaran vitrinas en lugares conocidos y concurridos de las ciudades donde mostrar sus fotografías. Retratos de personajes célebres aparecían en las salas de espera y en los escaparates de los estudios: flamantes uniformes y condecoraciones, señoras delgadas y silueteadas en poses reales, varones circunspectos… El fotógrafo decimonónico comenzó a capturar los espacios y la sociedad que simbolizaban el nuevo orden y la riqueza de la época.
Los fotógrafos profesionales de aquella época, como los pintores del Antiguo Régimen en sus relaciones con los príncipes o los papas, conocían la fórmula. Estudios como los Napoleón de Barcelona, por ejemplo, tenían unos virtuosos retocadores de fotografía que idealizaban la imagen de las señoras y los señores de la época. En la visita al estudio, los clientes vestían con sus mejores galas (esencia de su persona y ruptura de su cotidianidad), y normalmente posaban con un fondo estable y sencillo y algún elemento decorativo donde apoyarse para mantener el tipo mientras se tomaba la fotografía. Los niños, difíciles de retratar, solían aparecer sentados en una posición más fácil. En ocasiones, además, el cliente posaba de perfil para hacer más visible su persona, y los retocadores pulían las imperfecciones y redibujaban algunas partes del retrato, como los ojos y los labios, justamente las más dinámicas e imprevisibles del rostro y las más difíciles de definir. Las que tal vez definían la amenazante y singular diferencia personal.
En aquellos tiempos, una autoridad no era tal hasta que el estudio la había retratado.[7] Esto suponía una cierta novedad y, como señalara Walter Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía,[8] a pesar de encontrar «en la prensa artículos inspirados por la Iglesia en los que se deploraba el diabólico arte francés, justamente por lo que tenía de audacia humana […] los soberanos europeos se valieron de este medio precisamente para difundir su rostro».[9]
Políticos, celebridades, comerciantes e industriales recurrían a los fotógrafos famosos para ser retratados en familia o en solitario, y tener así un retrato colocado en algún mueble de su mansión, símbolo de su clase económica y política.[10] Con la fotografía se ostentaba una vida desahogada y una identidad de grupo: el retrato inamovible sostenía el discurso de una clase hegemónica entregada a la interpretación de lo aristocrático, a un intento de recuerdo del presente que pudiera ser leído con inmortalidad desde el futuro. En aquellos escenarios decorados se eludía el movimiento y se acentuaba una mirada fija, «regia, majestuosa, distante, rodeada de magnificencia» que, en algunas ocasiones, se extraviaba en la lejanía. Las familias distinguidas no ofrecían de sí mismas una imagen de «relajada simpatía o de afabilidad, sino que subrayaban con elementos nobles, enfáticos y redundantes su calidad, su condición, su distinción, su apostura o su aplomo».[11] La fotografía de retrato se acercó al mundo moderno desde la escena y el ambiente tradicional de la aristocracia del siglo XIX.
Sin embargo, en sincronía con las cuestiones técnicas, a la hora de admitir la anacronía de la imagen, una de las mayores dificultades para el retrato fotográfico procedía justamente del objeto que representaba, el del rostro y el cuerpo humanos, elementos frágiles de un sujeto deseoso de salir fotografiado de modo satisfactorio, sin defectos ni elementos diferenciales, y con la elevación y la distinción correspondientes a su rango.
Respecto a la burguesía en ascenso, estar a salvo consistía en articular la familia y proyectarse en los hijos. Desde el funcionariado, la fabricación y el comercio, tanto como desde los estamentos sociales más estables, se esperaba legar a los descendientes un patrimonio mayor al recibido o al logrado. Proteger la intimidad de la imagen familiar y proyectarla hacia fuera refinada. Por ello, el retrato de grupo, con los hijos, concreta la culminación del género, donde se destaca la unión entre los miembros y su orden jerárquico y funcional.
Los retratos de grupo requerían un orden de composición, una figura destacada en el centro y dos figuras laterales, por ejemplo, para cerrar la escena. El resto solía mirar fuera de esta para difuminar su protagonismo. Padres severos, madres distantes y damas contenidas, rodeadas de criaturas, personas ceñidas a sí mismas según poses o ademanes, muestran en aquellas fotos su relación interna y su imagen ante los demás. Una imagen para verse en intimidad y para mostrarse públicamente. Una vida repleta de guiones, escenarios y convenciones, centrada en la familia y en delimitar tanto lo privado y lo público como lo aceptado o lo tolerado. Una forma de apoderarse del presente, de delimitarlo y poseerlo imaginariamente en un tiempo de abolengo idealizado y de retratos cuidadosamente escogidos y preparados. [12]
La fotografía cumplía el papel de cohesionar y formar identidad. Por ello, fotografiar la impresión instantánea, el gesto insólito, inconsciente e imprevisto, ordinario, era inaceptable: resultaba contingente, indecoroso e irreconocible. Los retratos eran una presentación, un modo de difundir la identidad individual o colectiva; no cabía en ellos la chispa del instante (Benjamin), la casualidad de la vida, la contingencia del momento; solo cabía aquello que el cliente quisiera mostrar y aquello que el fotógrafo añadiera para completar el cuadro. Entre uno y otro había una intencionalidad compartida y manifiesta en la adopción de determinadas actitudes y gestos.
Este círculo lo concretó, a mediados del siglo XIX, el nuevo método de las placas secas: químicos como el colodión y el papel albúmina fijaron la imagen en el formato de tarjeta de visita CdV (carte de visite). Un soporte eficaz y popular, un modo nítido de anticiparse al azar y el instante. Nada de naturalidad o instantaneidad, y sí mucho de retrato de elaboración inspirada en la pintura.[13] La fotografía serviría durante mucho tiempo como instrumento de distinción (Bourdieu), y durante mucho tiempo seguiría siendo un medio para subrayar las distancias y distinguir a unos de otros.
El uso de las tarjetas de visita se había introducido en Europa en el siglo XVII (entre la aristocracia francesa), cuando los lacayos de los aristócratas anticipaban la visita de sus señores. Las tarjetas de visita eran una imprescindible herramienta de etiqueta definida por sofisticadas reglas: nadie se presentaba en casa de nadie (sin ser invitado) sin dejar primero su tarjeta. Y, cuando se iba de visita, en caso de ausencia de los dueños de la casa, se dejaba la tarjeta al servicio. Las primeras tarjetas presentaban solo nombre y dirección, con algunas anotaciones hechas a mano, pero, en 1855, el fotógrafo Eugène Disdéri inventó la CdV fotográfica adhiriendo una foto a su tarjeta de visita,[14] algo que se puso pronto de moda y sustituyó a las tarjetas nominales. La nueva tarjeta se obtenía gracias a una cámara dotada con varios objetivos (4, 6, 8 y hasta 12 en algunos casos) que sustituía a la tradicional de un solo objetivo. La modificación permitía impresionar, en la misma placa en que antes sólo había una única imagen, hasta doce pequeñas fotografías de unos 9 x 6 cm. De modo barato y fácilmente comercializable, salían varias fotografías de una sola placa.
A partir de la década de 1860 se dio una proliferación de estudios retratísticos y una comercialización del formato CdV. [15] La gente se habituó a aquellas pequeñas fotos para mostrarse en sociedad, y poco a poco el daguerrotipo pasó de moda para dejar que el formato de «tarjeta de visita» se hiciera famoso en Europa y Estados Unidos. El interesado firmaba varias tarjetas, las rellenaba con sus datos personales y más tarde las repartía entre la gente de su clase como presentación personal. En España, entre 1860 y 1870, la mayoría de los fotógrafos realizaban ya retratos en tarjeta: un ejemplo de ello fue el destacado fotógrafo J. Laurent.
La fotografía entre dos siglos
A partir de 1890 los estudios iniciales perdieron exclusividad y se fueron diversificando: aparecieron algunos otros de menos lujo, e incluso otros de pocos medios y más básicos y austeros, casi sin atrezzo. Por su parte, la pasión por las tarjetas de visita había comenzado a decaer en París desde finales de 1860, aunque su moda se extendiera a América y Europa con estudios especializados en Estados Unidos, Berlín, Viena y Budapest. Los primeros estudios crecieron hasta 1880, para perder toda su fuerza en torno a la Primera Guerra Mundial. Su esplendor no resistió ni la llegada del siglo XX ni la aparición de las cámaras de fácil uso de Kodak, a partir de 1888, de modo que muchos estudios no sobrevivieron a esta primera «crisis» de la profesión. A pesar del intento de algunos estudios de dar un impulso diferente, con la incorporación de la imagen a las revistas o su acercamiento al recién nacido fotoperiodismo, aquel fue sin duda el final de la hegemonía de los viejos estudios de retrato del siglo XIX.
Paradójicamente, la culminación de retratistas como los Napoleon coincidió, desde la década de 1880, con el logro de la imagen instantánea, el uso del procedimiento al gelatino-bromuro y la producción industrializada de la fotografía: la modernidad y la nueva era de la fotografía.
En la última década del siglo XIX, la fotografía cubría ya dos ejes fundamentales: uno de carácter profesional, marcado por las nuevas generaciones de retratistas de estudio, y otro de carácter lúdico, definido por la figura del fotógrafo aficionado, emergente en la ciudad desde la década de 1880, con la llegada del material de fotografía amateur, y no muy lejano a los fotógrafos del colodión paisajístico originales, aficionados a moverse de acá para allá con sus pesadas y grandes cámaras, ahora aligeradas.[16] Ya desde los comienzos de la fotografía existía una fotografía de aficionado o amateur al margen de los estudios de fotografía, pero la práctica comenzó su popularización y total consolidación a comienzos de la década de 1890, con el auge de las cámaras ligeras y portátiles de fácil acceso, sin trípodes ni químicos complicados para el usuario.
Sin duda, respecto al primer eje, la generación de los hijos de los primeros fotógrafos de estudio fue fundamental para marcar el paso del estadio primitivo del negocio del retrato al de su expansión generalizada, en el siglo XX. En el último tercio del siglo XIX, los hijos de los retratistas se fueron asociando y relevando a sus padres en la empresa familiar y, a comienzos del siglo XX, empezaron ya a paliar la rigidez de sus medios con una gran capacidad productiva de corte industrial. La nueva generación, hija de los pioneros, formada en algunos de los estudios más importantes, continuó su oficio con los conocimientos de la generación previa, sumándole la experimentación, la apertura a las transformaciones del medio y, en algunos casos, una formación complementaria en arte.[17]
Aquella segunda generación de retratistas de estudio ayudó a que el retrato fotográfico adquiriera legitimación cultural y visibilidad pública, y condujo al definitivo prestigio cultural y económico del sector. La nueva generación todavía mantenía una estrecha relación con los círculos políticos y culturales dominantes del momento, pero sobre todo conectó con las figuras de una sociedad que ya se veía a sí misma como moderna, en vías de progreso,[18] más abierta a una imagen espontánea, informal, «natural» o improvisada. El múltiple acceso de la nueva generación de estudios explica bastante bien, en términos profesionales, la introducción del retrato fotográfico en la esfera del consumo generalizado y la iniciativa de los fotógrafos de estudio a la hora de innovar en consonancia con las tendencias del momento, el fotoperiodismo y el pictorialismo.
Por tanto, la incorporación de las nuevas técnicas y la competencia de los nuevos fotógrafos aficionados no incidieron tan mal en la actividad de los nuevos estudios, aportando una mayor especialización personal en sus propuestas y una movilidad y una economía de medios en sus nuevos espacios de trabajo. Mientras el fotógrafo aficionado debía recurrir a medios modestos, los estudios de fotografía en crecimiento industrializaron sus medios. Con el siglo XX, la organización del negocio fotográfico se convirtió en una industria, que incluía plantillas de trabajadores separadas de los dueños del estudio. El aumento del negocio y de su industria, además, fue paralelo al crecimiento de la población. El retrato se mantuvo prácticamente en el ámbito comercial, acompañado de un crecimiento en estudios que, en el caso de Barcelona, por ejemplo, pasó de la treintena del siglo XIX a casi un centenar.
Esto sucedió en muchos otros países europeos, como Italia, donde los hermanos Alinari alcanzaron una de las mayores y variadas dimensiones de negocio de la época. El caso de la galería Alinari de Florencia es especial por su resistencia al siglo XX: Alinari sí resistió la crisis de los estudios de fotografía del siglo XIX, gracias a su especialización en la copia de obras de arte, así como a su ubicación en la ciudad de Florencia, donde las ventas de imágenes de arte eran seguras. Mientras estudios como la casa Napoleón acabaron cerrando sus puertas por la crisis en la especialización del daguerrotipo y la tarjeta de visita, el inmenso patrimonio fotográfico italiano constituye uno de los mayores archivos del mundo, disperso en otros casos, y su variedad muestra incluso, por ejemplo, una cantidad considerable de fotografías de calle, que se nos sugieren como antecedentes del estilo parisino de Eugene Atget.[19]
Estudios del siglo XX
Este fue, por tanto, el contexto de emergencia de los estudios que comenzaron a surgir a principios del siglo XX en los barrios de las ciudades europeas (Daguerre de Sants), y que empezaron a repartirse enlazados con las necesidades de un nuevo público más popular. Ni la publicidad ni el fotoperiodismo, hasta bien entrado el siglo, eran un campo económico del que los fotógrafos pudieran extraer beneficio para vivir. Mientras tanto, al estudio de retrato fotográfico comenzaban a acudir familias que querían inmortalizar momentos relevantes de su vida, para hacerlos circular por la vía personal o mediante el sistema de comunicación característico de la época, el correo postal. El objetivo era mantener en la memoria la imagen y la presencia de todas aquellas personas que comenzaban el tránsito y el desplazamiento en el interior de las emergentes ciudades del siglo XX, cambios de barrio, de ciudad, de provincia, de país incluso. Era una iniciativa diferente a la de la tarjeta de visita y el daguerrotipo, menos orientada a la inmortalidad de la imagen personal, la etiqueta o la presentación en sociedad de clases burguesas en crecimiento. Se dedicaba al recuerdo memorístico y al acortamiento de las distancias familiares, a una memoria del presente y al mantenimiento de su emergencia y su flujo.
En aquella época, ir a retratarse al estudio del fotógrafo comenzó a ser un rito en la vida de las clases populares de las nuevas ciudades: bodas, comuniones, bautizos, momentos de fiesta, eventos… La tarjeta postal era una fórmula más cercana a la concepción de la imagen popular, idónea para celebrar o recordar, para introducir diferencias y solidaridades familiares, más que para hacer uso de ella en actos de ostentación, citas, visitas o intercambios de sociedad.
Esta generalización del retrato fotográfico –como indicó en algún momento Susan Sontag–, permitía a cada familia construir una crónica de sí misma, «un conjunto de imágenes portátiles» que atestiguaran la solidez de sus lazos: un álbum familiar (Rebeca Pardo). Cuando «el núcleo familiar se distanciaba de un grupo familiar mucho más vasto, la fotografía acudía para conmemorar y restablecer simbólicamente la continuidad amenazada y la borrosa extensión de la vida familiar».[20] Con frecuencia, lo que quedaba de la familia era «el álbum fotográfico familiar». Ante la amenaza de la calle, la casa preservaba lo más valioso, el patrimonio y a sus beneficiarios. La intimidad evitaba el desborde público de los sentimientos y protegía sobre todo a las mujeres y a los niños, la joya de lo doméstico. En el exterior estaba el anonimato, en el interior el nombre y el reconocimiento de todos.
Estas fotografías de los nuevos estudios eran también un híbrido entre lo propiamente privado y lo público, y, por tanto, tenían algo de secreto, de íntimo, de reservado, y algo de exhibición pública, de máscara. Sin embargo, solían recrear escenarios ideados por los retratistas de acuerdo con lo que era común y habitual entre el público que visitaba los estudios; representaban un papel que resumía, abreviaba y condensaba los posibles escenarios convencionales. Tenemos algún ejemplo como el citado por Jean Jaurès o Gisèle Freund, de un parisino que expuso su retrato junto al del rey Luis Felipe, y junto a él una inscripción en la que decía así: «Ya no existe distancia alguna entre Felipe y yo; él es rey-ciudadano, yo soy ciudadano-rey».[21] Esta anécdota resulta compatible con la introducción de elementos personales e identitarios del cliente, como las «espardenyes» visibles en la fotografía.
No obstante, había otra línea más de fotografía en los comienzos del siglo XX. En aquella época, el protagonismo de los estudios fue dando paso también a una popularización en el uso de la técnica. Esta se dio en dos vertientes, la propia de los estudios de fotografía, con su multiplicación y diversificación en tipos y niveles, y la de un nuevo tipo de fotógrafo, el fotógrafo amateur, que tanto terminaría influyendo en la fotografía de retrato. La fotografía amateur nació de las cámaras de película instantánea, portátiles como las Kodak o fijas en trípode, como las de los minuteros. Fue, no obstante, la burguesía quien podía tener acceso a esas cámaras, y de hecho quien practicó inicialmente este tipo de fotografía de retrato. En ella se observa una distensión de la rigidez formal de las fotografías de los estudios profesionales, imágenes con imperfecciones, horizontes caídos, encuadres espontáneos y personajes movidos. Escenas lúdicas del espacio doméstico o tomadas en la calle nos muestran la necesidad de consolidar un mundo en emergencia, con sus inquietudes sociales, su identificación y su cohesión. Este efecto se mantendrá hasta la consolidación final y su extensión a la clase media en la década de 1950.
A diferencia de los fotógrafos de estudio, el fotógrafo aficionado tomaba del mundo circundante la inspiración de sus fotografías, de modo que la cotidianidad, los lazos con la familia y la reafirmación de la identidad fueron elementos básicos de su escena. Momentos de fiesta y divertidos, por ejemplo, eran introducidos como afirmaciones de situaciones diferentes de lo habitual, sobre todo en retratos de grupo. El caso intermedio entre la fotografía de estudio y la de aficionado eran los minuteros, una modalidad de fotografía ambulante que desde las primeras décadas del siglo XX permitió a toda clase social tener acceso a una fotografía en escasos minutos, en escenarios señalados de la ciudad. Normalmente utilizaban materiales económicos, como la tarjeta postal, y procedimientos rápidos. Puntos estratégicos de ciudades servían para la expresión fotográfica de los modos y maneras de ser de una sociedad en emergencia.[22] Y la ciudad era el marco fotográfico de aquellas primeras instantáneas que tardaban pocos minutos en ser reveladas, y que incluían junto a su cámara atrezzos populares, disfraces y juguetes, así como paneles pintados y decorados con avionetas, barcos, etc.
La fusión de la fotografía de aficionado y el retrato de estudio
La fotografía estaba ya, con la incorporación de la experiencia amateur y con el elevado nivel de profesionalidad de los estudios, preparada para comenzar a incorporar una dimensión artística que revolucionaría el retrato fotográfico. Es cierto que, en pleno desarrollo del proceso de normalización de la fotografía que hemos descrito hasta ahora, también hubo no pocas intervenciones de algunos grandes retratistas del siglo XIX –como Nadar y Octavius Hill, por ejemplo–, que consiguieron dar vida a sus retratos, desde la técnica y la precisión, pero sin acomplejarse de una imperfección y una ambigüedad fotográfica que servían para dinamizar las efigies estáticas de la época. Gombrich llamaría más tarde a esa cualidad «la contrapartida del observador»,[23] contrapartida en la cual, sin duda, el fotógrafo del siglo XX comenzó a buscar la atención del espectador y a estimular una proyección que aparecía a ráfagas en muchos aspectos de la fotografía popularizada, sobre todo en la obtenida a veces de manera espontánea en la fotografía de calle y la amateur.
Pues bien, la expansión intelectual, técnica y artística que en el último cuarto de siglo XIX impulsó a la fotografía a una convivencia con el Modernismo, y puso en relación la técnica del retratista no solo con la heterogeneidad del pictorialista, sino también con la del fotoperiodista, terminó convergiendo con el trabajo del amateur, cada vez más numeroso. La artisticidad y el espíritu amateur entrarían finalmente en los estudios, y de ellos se beneficiarían precisamente los fotógrafos profesionales, saltando de un arte sin orígenes a un arte ya propiamente moderno, poseedor de una consideración estética autónoma. Aquella libertad creativa procedía sobre todo de la fotografía de aficionado, cuyas novedades habían surgido con las nuevas posibilidades de expresar la subjetividad mediante la técnica, es decir, desde una transposición del ámbito técnico a la esfera artística apoyada en formas desinteresadas y amateurs.[24] «La fotografía, esclava hasta ahora de los enigmáticos conocimientos químicos que requería el primitivo daguerrotipo o de las dificultades técnicas del colodión, así como de los cánones representativos impuestos por el comercio del retrato fotográfico [encontraba en] la emergente práctica amateur de la fotografía [la liberación] al azar de la instantánea o a la reafirmación artística del nuevo medio […] victoria final de la fotografía como nueva disciplina artística, gracias a la figura del aficionado»[25] y, podríamos añadir, empujada por las nuevas necesidades del público fotografiado.
En el fondo, una fotografía es un mundo por descubrir, encerrado en imágenes casi sin propietario ni destinatario, y donde la anacronía del modelo y del fotógrafo nunca dejan de filtrarse. Esta singularidad anacrónica se puede apreciar tanto en las fotografías amateur como en las viejas imágenes de retrato de los estudios de fotografía, ajenas a una reproducción masiva o a una suavización o maquillaje comunicativo de su objeto. Estas fotografías retienen un genuino aspecto que, en el itinerario paralelo de la fotografía relacionada con la nueva prensa o con la nueva publicidad de comienzos del siglo XX, parece que en algunos momentos tiende a perderse. Es cierto que muchas de aquellas fotografías proceden en último extremo de un desván, lejos de su inmortalización social, perdidas en cajones de antigüedades o de trapero, pero en todas ellas pueden apreciarse verdaderos instantes de luz y de vida de personas cuyos contenidos han sobrevivido a la universalización y a la superficialidad rampante en nuestros días. Quedan pendientes de la activación de la memoria en todos los presentes.